La presente edición (las anteriores fueron de Perro Azul 2006 y 2009 y Ed. Liliputienses 2012) a cargo de Lanzallamas tiene un prólogo de Juan Murillo y este epílogo redactado en abril en Zapote.
POR EL RETROVISOR
¿Qué
queda de esa época? Manejo el Fiat Fiorino negro sobre una línea recta de
asfalto, el sol detrás y el cielo púrpura, amarillo, adelante y encima. Sobre
éste empiezan a brillar, intermitentes, puntos blancos, como una primera nieve inmóvil.
El
otro recuerdo es de copiloto en un Honda blanco, los asientos son de cuero
beige, esa mano izquierda en la perilla es la mía que busca estaciones en la
radio. Ella maneja. El viento busca su pelo largo, castaño. Recorremos en sentido
inverso la ruta del asfalto. Todo sucede en cámara lenta.
**
Se terminaba el milenio. Había entrado a los 30 con las manos vacías. Alimentaba
un ritmo de vida del que, ya no cabía duda, no iba a salir impune. Ahora miro
por el retrovisor y me sorprende la paciencia, el afecto y la contención que me
ofreció la misma gente a la que trataba de alejar.
En el 95 había sepultado para siempre la profesión en la que me había
graduado para dedicarme-a-escribir. Pobre imbécil. Desde entonces trataba de
jugármela como librecontratista en traducción pero perdía ofertas por no contar
con la bendición académica de un título.
Entré entonces a una licenciatura en traducción de la Universidad
Nacional. Un programa de dos años en los que estuve viajando de Zapote a
Heredia, las tardes de viernes y los sábados completos.
Aquí es donde volvemos al inicio de lo que cuento. En esas clases
conocí a María Marta, que resultó vivir a cinco cuadras de mi casa. Del carpooling semanal, de la relación particular
que tuvimos, fue naciendo la idea de este libro. De eso y, claro, de todas las
historias de fracaso y separación que había vivido hasta entonces.
Los dos personajes, ella y él, son la mezcla de muchas personas, de
muchos momentos. Al mismo tiempo escribía Historias
Polaroid, que era un libro explícitamente personal, un álbum de mi familia,
y Asfalto me dio el espacio para
escribir sin nombres y apellidos, sin cédulas de identidad.
Podría afirmar que hubo una voluntad de estilo pero no sería honesto.
Eso se puede decir con la ventaja que da el paso del tiempo. En aquel momento
en que caía a pedazos todo lo que me rodeaba, sólo tenía, lo mismo que con Historias Polaroid, una cosa clara: todo
lo que no quería hacer. Tics líricos,
anáforas, epígrafes, música corsé, esos y los demás signos externos de la
poesía tópica cancelados y desterrados. Quería el lenguaje crudo, objetos
reales, ni una sola explicación. Nada de utilería sentimental.
Del lado narrativo, consciente de mis limitaciones,
era claro que la historia daba para una distancia corta. Me fui quedando con
los elementos mínimos necesarios. Ni siquiera la radiografía: Asfalto es
el electroencefalograma de una novela.
El resultado no me corresponde evaluarlo. Tampoco interesa mucho. Me importan
todas las personas y momentos que, encriptados,
quedaron aquí adentro.
Abandoné esa licenciatura en un punto ridículo, tenía la tesis de
graduación prácticamente lista. Salí huyendo de un entorno convulso, necesitaba
sacar la cabeza, oxigenarme.
Me fui, volví unos años después y en el 2006, Carlos Aguilar, mitad
editor mitad titán, leyó el libro que había estado engavetado por años y
decidió publicarlo. Ahora vuelve, recorriendo en sentido inverso la ruta del asfalto. Como los personajes de más arriba.
Asfalto, visto hoy por el
retrovisor, es algo más de lo que me pareció en su momento. O algo menos, lo
cierto es que es otra cosa. Fui a ese programa de licenciatura no para
graduarme, si no para escribir un libro en el que están metidas personas que me
importan. Y también para permitirme el espacio de la ficción, que es una manera
de aceptar que el recuerdo se construye con dudas.
**
Mucho
queda de esa época. Esa imagen prodigiosa de María Marta, por ejemplo. Sé que
es en el viento donde ondula su pelo largo y castaño, ¿pero cómo podría negar
que fue debajo del agua?
Luis Chaves
Zapote, abril de 2012